Para aficionarse a True
Blood, la serie de vampiros de la HBO que vuelve en agosto a Canal Plus con su
quinta temporada, estrenada el domingo en EE UU, hay que superar varios
obstáculos. El más importante de ellos, un Himalaya para algunos, es Sookie
Stackhouse, el personaje interpretado por Anna Paquin: se le ama o se lo odia,
no hay término medio. Bill Compton, el vampiro más lánguido y tristón de
Luisiana, ha ganado muchos puntos desde que se hizo rey en la cuarta temporada
y ejerce su poder con dosis de maldad. El resto de la troupe ha ido creciendo
con los años, empezando por Eric y su inseparable Pam (“He tenido que ponerme
un chándal de Wallmart para hacer esto: espero que salga bien”), los hombres
lobo y los que se transforman, Jason y Tara, el sheriff Andy, enganchado al V,
Arlene, Terry y todos sus fantasmas.
Lo más difícil de asimilar en True Blood es a la vez su mayor hallazgo: meter
todo tipo de criaturas sobrenaturales en la vida cotidiana, desde diosas
griegas hasta espíritus, magos, mujeres pantera y hombres lobo, personas que se
transforman en cualquier cosa, hasta hadas. En la serie de Alan Ball (A dos
metros bajo tierra) los vampiros utilizan iPhone y lanzagranadas de última
generación pero a la vez una bruja de Logroño, quemada en un auto de fe en el
siglo XVI por la Inquisición –una institución dominada por vampiros–, la lía
parda en Bon Temps, un pueblo de Estados Unidos en el siglo XXI. En cada
temporada aparecía una criatura nueva y en la cuarta ya se produjo el desmadre
total.
Sobre la quinta
temporada sólo quiero decir que el primer capítulo es una auténtica montaña
rusa: no hay muchos episodios de ninguna serie en los que ocurran tantas cosas
a tantos personajes en tan poco tiempo. La cuarta acabó dejando al espectador
pendiente de muchos frentes: Russell Edgington había conseguido escapar con sus
3.000 años de mala leche intactos; Sookie y Tara estaban metidas, otra vez, en
un lío descomunal; los fantasmas no iban a dejar de campar a sus anchas por Bon
temps; de nuevo se intuyen tiempos difíciles para Arlene, Terry, Jason y
Lafayette; Sam recibía una visita, que no parecía de cortesía, de lobos de ojos
amarillos bastante cabreados…
La gracia de True Blood
es que los viejos códigos se respetan escrupulosamente (salvo que los vampiros
pueden aparecer en los espejos). Son vampiros con los que Drácula podría
entenderse perfectamente. Aquí no hay cosas raras como en Crepúsculo, donde los
vampiros pueden salir a la luz del sol si se ponen un factor de protección
suficiente: la plata les debilita hasta matarlos, una estaca en el corazón les
destruye, necesitan invitación para entrar en una casa, tienen poderes de
hipnotismo… Son vampiros como debe ser. Tampoco es una casualidad que la serie
transcurra en el bayu, un lugar mítico del sur de Estados Unidos, poblado por
nieblas y pantanos, por viejas leyendas que se retuercen como las raíces de los
árboles. Hasta en una novela policiaca de James Lee Burke, protagonizada por el
siempre terrenal sheriff de Nueva Iberia, Dave Robicheaux, que Bertrand
Tavernier llevó al cine bajo el título de En el centro de la tormenta, aparecen
espíritus. Cosas de Luisiana.
A la vez, y eso es algo que quedaba especialmente claro en la cuarta temporada,
la serie tiene más cargas de crítica social de lo que parece. True Blood es una
versión retorcida de los cuentos de hadas (si es que hay alguna versión de esos
relatos iniciativos que no lo sea) pero también un retrato certero de la
América profunda. La tribu de hombres pantera parece una versión todavía más
sórdida de la banda de Ma Baker (que Roger Corman retrató en la magistral Mamá
sangrienta) mientras que la familia Trammell parece sacada de las profundidades
de la Gran Depresión. La serie nos habla de un mundo en el que existen vampiros
milenarios y fantasmas de brujas pero también personas que ni siquiera intuyen
lo que es el estado del bienestar en una versión del realismo mágico aplicada a
la miseria y la pobreza del Viejo Sur